miércoles, 24 de septiembre de 2008

Pequeños gestos que enaltecen el concepto SOLIDARIDAD

A la mayor parte de las sociedades del supuesto primer mundo se le llena la boca al prodigar la solidaridad de la que hacen gala. Ciertamente, muchas de sus acciones suponen una aportación impagable para los menos afortunados, pero la verdadera solidaridad casi siempre permanece en la sombra, relegada al segundo plano de los pequeños gestos de los que sus protagonistas no esperan conseguir nada a cambio, que, por sí solos, apenas dejan huella en el mundo y, sin embargo, van haciendo mella en las personas a las que benefician. Los reporteros de Agareso en el Sáhara han podido presenciar de primera mano las pequeñas aportaciones de un pueblo que no tiene nada y lo entrega todo, gestos que enaltecen un concepto en muchas ocasiones usado a la ligera.
La verdadera solidaridad se ve en la ayuda de dos jóvenes andaluces que aterrizan en Santiago de Compostela para pasar unos días de vacaciones e invierten las dos primeras horas en descargar las maletas de media docena de autobuses fletados con niños saharauis a los que no llegan a ver delante y a quienes nunca conocerán.

Se ve en la inestimable colaboración del delegado del Frente Polisario en la ONU que viaja en un avión con 252 niños y asume el papel de educador que les acompaña al servicio y les sujeta una bolsa para que vomiten, manteniéndese siempre en el anonimato.

Se ve en una niña de siete años que se lleva una bolsa de pipas de España para disfrutar en medio del desierto y la comparte con dos periodistas a las que cree hambrientas.
Se ve en Mohamedahmed, un niño de diez años que te atrapa en su sonrisa inocente y sincera cuando, apenas dos horas después de conocerte, tras varios minutos con la mirada perdida en el horizonte, te eriza la piel al proponerte: “¿Por qué no te vienes a dormir a mi jaima. Yo te doy todo lo que necesitas?”, al acariciarte la mano porque piensa que tienes miedo a volar o al entregarte el único pañuelo que le queda porque cree que así no te dolerán los oídos.

Se ve en una madre de familia, con hijos, sobrinos y hermanos a su cargo que invierte el dinero que le envían a su hija desde España para comprar en una tienda de un campamento saharaui un traje tradicional para dos españoles a los que ve preocupados por no poder hacer frente a la climatología de un día normal, incluso frío, en su hogar.

Se ve en un ex combatiente del Frente Polisario que pone todo su tiempo y sus conocimientos al servicio de un grupo de reporteros a los que acaba de conocer y que nunca podrán agradecerle la amplia visión de su pueblo que les aporta.

Se ve en los 17 miembros de la directiva y los setenta delegados de zona de Solidaridade Galega co Pobo Saharaui que invierten todo su tiempo y buena parte de sus ingresos en hacer realidad el programa Vacaciones en Paz para dar una oportunidad a muchos niños y familias saharauis de mejorar sus condiciones de vida y enseñar al mundo todo lo que puede entregar un pueblo que acumula una historia de decepciones y abandonos.

Se ve en ayuntamientos como el de Sanxenxo, que cada año organiza proyectos y actividades para intentar convertir su municipio en el verdadero hogar de varias decenas de niños que llegan desde más allá del horizonte y se van dejando atrás un reguero de verdaderas lecciones morales y un rastro de valores.

(Los niños Protagonistas indiscutibles del programa Vacaciones en Paz. Fotografía: Pelu Vidal)

martes, 23 de septiembre de 2008

Zambullirse en las risas del desierto

Las comidas copiosas, un chapuzón en la piscina, tres duchas al día y una noche en la verbena. Estos son los cuatro grandes placeres que Jadidja descubrió en sus tres años veraneando en Sanxenxo; cuatro imposibles en su wilaya, El Aaiun. Esta niña saharaui de doce años vive su paso de la infancia a la adolescencia resguardándose en una jaima de los casi 50 grados que alcanzan los termómetros en el desierto, comiendo alimentos dosificados, con limitaciones en el consumo de agua y con escasas actividades que le separen de su casa y su familia.
Dos vidas totalmente contrapuestas que transcurren en escenarios imposibles de reconciliar pero que Jadidja experimentó con tan sólo 24 horas de diferencia. ¿Es una mejor que la otra? ¿En donde es más feliz? La expedición de Agareso en el Sáhara se marcó el reto de desvelar estas dos incógnitas y regresa a Galicia sin una respuesta. La sonrisa que no se separa de su boca es igual en el Sáhara y en Sanxenxo, Jadidja disfruta igualmente de un almuerzo a base de churrasco y patatas fritas que de uno de arroz y legumbres y deja escapar sus gritos de felicidad en dosis iguales buceando en una playa pontevedresa y jugando con sus hermanos a ver quien lanza la piedra más lejos con un tirachinas de fabricación saharaui.

Gracias al programa Vacaciones en Paz Jadidja ha descubierto que hay niños que pueden pasar el verano nadando en la piscina, de fiesta en fiesta y tomando su bebida favorita, la Coca-Cola, a todas horas. Gracias al mismo proyecto, ha podido apreciar lo importante que es tener una familia que te apoya, vivir a dos metros de esos amigos con los que lo tienes todo en común y tener tiempo para disfrutar de una sobremesa cargada de bromas y juegos con tus primos y hermanos.

Esta niña que, cada año, se pasa sus primeras semanas de regreso en el Sáhara contando a su familia lo maravilloso que es el hogar pontevedrés de Laura, Serafín y Lorena y añorando el momento de volver a zambullirse en litros de agua salada también sabe valorar el esfuerzo que hace su madre por organizar la ayuda humanitaria para que pueda tener un plato de comida en la mesa durante toda la semana y reconoce que no cambiaría por nada del mundo poder compartir un anochecer abrazada a su padre, un hombre al que la ceguera y la salud delicada impide convivir con los suyos buena parte del año.

Jadidja ha sido agraciada con una suerte que desearían millones de personas en todo el mundo: tiene dos hogares, uno rodeado de un desierto árido y otro entre los frondosos árboles de una aldea de Vilalonga, y sabe apreciarlos. Porque los niños que crecen en uno de los lugares más inhóspitos del planeta maduran mucho antes y, a sus doce años, esta pequeña ya tiene la suficiente perspectiva como para valorar las virtudes de dos vidas que no puede compatibilizar y que se conforma con conocer en todo su esplendor.

Mientras disfruta de una improvisada fiesta en el interior de su casa, en la que un amigo hace una demostración de break-dance, su tío se disfraza y sus hermanas gastan bromas a un forastero, Jadidja se abstrae pensando en lo divertidas que eran las tardes en las que Lorena le alisaba el pelo mientras ella se maquillaba y elegía la ropa que mejor le combinaba para salir a cenar una hamburguesa, pero enseguida vuelve a la realidad y se convierte en una de las protagonistas de la reunión con una sonrisa que no le cabe en la cara.

La mañanas de verano las pasa charlando con las mujeres de la casa y las de invierno formándose en una escuela que le queda a media hora de paseo de su hogar. Las tardes estivales transcurren descansando dentro de su jaima y, cuando se pone el sol, jugando a saltar desde el tejado de una casa derruida, explotar globos o escuchar música el móvil, mientras las de invierno están más marcadas por largos paseos por su campamento y horas sentadas delante de un televisor alimentado con la energía recogida por un panel solar. Por la noche, la historia de repite en todas las épocas del año: cena ligera y largas parrafadas con una familia con la que comparte sueños bajo un cielo estrellado o boca arriba sobre una mullida alfombra.

La familia de Jadidja es una de tantas otras en un campamento de refugiados saharauis. Apenas tiene ingresos y sobrevive a base de la solidaridad de organizaciones internaciones y de los víveres que le proporciona el Gobierno, pero , como todas las demás, disfruta del día a día sumergida en un mar de risas y tranquilidad, ajena a la envidia y los malos pensamientos. Esta niña no se cansa de decir cuánto le gustaría vivir una temporada larga en España y poder disfrutar de las comodidades de un país desarrollado, pero no se imagina cómo sería su vida si no pudiese regresar nunca a un país relegado a un campamento en el desierto, pero conocido en todo el mundo por la hospitalidad de sus gentes.

Como todas las adolescentes, está llena de sentimientos contradictorios, pero si algo tiene claro es que la posibilidad de pasar dos meses del año en España es una oportunidad de mejorar su formación, cuidar su salud, adquirir recursos y tecnología inasequible en el desierto y, por qué no, llevar a su casa una ayuda que le permitirá levantar la casa que se llevaron por delante las inundaciones del año 2006 y que le hace ver que esa lluvia que tanto odiaba en Galicia porque le estropeaba su tarde de playa es todavía más temible en su Sáhara natal, en donde puede acabar con el techo del que se resguarda de los contrastes meteorológicos que hacen del árido desierto el lugar más inhóspito del planeta para vivir.
(Jadidja juega al atardecer entre los escombros de las casas de adobe que en el 2006 fueron destruidas por las lluvias. Fotografía: Pelu Vidal)

Cuando la cultura es el camino de la resistencia

Allí donde no nace el agua y las flores sólo aparecen en los libros, hay quien se esfuerza por cultivar cultura. Y en ese afán son las mujeres de mediana edad las que llevan la voz cantante, no sólo porque han sido ellas las que han levantado buena parte de las bibliotecas que pueblan cada uno de los campamentos, sino porque son también las que acuden, de forma mayoritaria, a sumergirse en las páginas de estas salas que de mañana se ceden a las escuelas y, por las tardes, permanecen abiertas al público.

Nuestro amigo Salama ha crecido rodeado por ese amor por la cultura. Empezando por su madre, Faloka, licenciada en Ciencias de la Información y responsable de la Casa de la Mujer de El Aaiún. Un centro que no sólo acoge una sala de lectura sino que también edita un magazine con espacio para la cultura tradicional, en especial, para la poesía. Un campo en el que está especialmente interesada una de las primas de Salama, Hori, arqueóloga y actual titular del departamento de Cultura del campamento. Desde aquí, Libertad (significado de Hori) centra sus esfuerzos en recuperar la cultura tradicional que sigue viva, sobre todo, en la memoria colectiva, si bien existen ya unos centros encargados de guardar en papel toda esa tradición oral que “Marruecos se empeña en hacer desaparecer”. Al menos así lo entiende la única poetisa publicada del pueblo saharaui, Nanna Labat Rachi, que ha sacado a la venta ya 3 libros, traducidos al francés, cuya temática gira en torno a la patria ocupada.

Confiesa que uno de sus sueños es montar una editorial en los campamentos porque, hasta ahora, todas las revistas que editan los refugiados deben imprimirse en Argel. Ese proyecto le permitiría además seguir publicando en casa sus propios obras. Nanna afirma que “la cultura es el camino de la resistencia”, por eso ha empeñado su vida en alfabetizar y fomentar la lectura. Dirige toda la red de centros de mujeres en los territorios liberados donde además de impartir clases de inglés o de francés, también se preocupan por la problemática femenina. El aumento de los divorcios (a menudo las esposas se quejan del sometimiento al varón) y el consecuente incremento de mujeres solas con hijos preocupan en esta asociación. Y es que las divorciadas prefieren, cada vez con mayor frecuencia, prescindir de una nueva pareja que pudiera, en un futuro, maltratar a esos hijos que no son suyos antes que buscar la protección y la ayuda de un hombre, afrontando solas las necesidades de su familia.

En esa búsqueda de autonomía, la explotación de los recursos propios pasa por la venta de artesanía (alfombras de lana, carteras y bolsos de piel de cabra o camello, teteras decoradas, pulseras de cuerno de cabra…) a los visitantes y también a través de internet. En el Sáhara, la conexión a la red significa abrir una ventana al mundo y arrinconar, por un momento, el olvido del que tanto hablan los saharauis. Ese abandono que les ha obligado a resistir durante 33 años en pleno desierto sin dejarse llevar por la resignación.


Hori, la arqueóloga, es un buen ejemplo de ello y hace, además, honor a su nombre por su personalidad arrebatadora y su carácter abierto, divertido y alejado de cualquier encorsetamiento. Dirige un grupo de música y danza saharaui integrado por 5 mujeres. Ella misma no tiene reparo alguno en mostrar sus conocimientos del baile tradicional, cargado de misterio y sensualidad. Aunque su marido está en España, no asoma en ella gesto alguno de victimismo o lástima. Muy al contrario, trabaja para construir.

Su hermana Mariam, de 22 años, se marchará en octubre a Argel para afrontar el último curso de Periodismo. Por ahora no piensa en matrimonio pero se muerde el labio cuando alguien menciona España. Explica que no pueden viajar con libertad, que el visado “cuesta mucho dinero” y que vivir lejos de la familia es algo que pocos se plantean. Cuando sea licenciada, volverá a vivir todo el año en El Aaiún, junto a su madre y sus hermanas, y su vocación comunicadora deberá encontrar otra salida. Sabe que será más que complicado aplicar mañana los conocimientos de estos años de estudiante. Como ella, son cientos los licenciados que, una vez terminada la carrera, vuelven a casa para seguir esperando en medio de la nada.


lunes, 22 de septiembre de 2008

Educación, integración y autonomía para los discapacitados saharauis

“El inicio es difícil, pero la historia me demostró que todo es posible”. Si alguien conoce al cien por cien el significado de esta expresión es Buyema Abdelfatah, un pastor de cabras sin estudios ni preparación específica que, con su valentía y fuerza de voluntad, ha logrado un hito en la historia de todos los campos de refugiados a nivel internacional: la creación del primer centro para la educación y la integración de personas disminuidas que se pone en marcha en estas circunstancias.

Levantó de la nada un colegio al que en la actualidad acuden 68 alumnos de entre seis y 28 años y durante más de una década ha tenido que soportar que sus vecinos le tildasen de loco y se riesen de sus descabellazas ideas. Pero Castro, como le conocen en todos los campamentos de saharuis en Argelia por el parecido que tenía con el líder cubano durante su etapa en el ejército, nunca perdió de vista su objetivo y ahora puede sentirse orgulloso de haber logrado que sufrir una discapacidad no sea motivo de marginación en una sociedad que se ve obligada a priorizar la productividad frente a las personas por el entorno inhóspito al que ha sido relegada.

Hasta que Castro se cruzó en la historia del pueblo saharaui, se contaban por decenas los niños discapacitados desaparecidos en el desierto sin que nadie acudiese en su búsqueda, los muertos en incendios porque estaban atados a una silla cuando se iniciaban las llamas y los abandonados por sus familias porque no eran más que una carga social. Este revolucionario, el padre de la educación especial en la República Árabe Saharaui Democrática (RASD), ha dado una oportunidad a los pequeños que nacen con alguna deficiencia y, desde el centro de educación especial que puso en marcha en el año 1995 en el campamento de refugiados de Smara, lucha por conseguir los tres objetivos de su proyecto: educación, integración y no marginación y autonomía para todos los exiliados en el inhóspito desierto.

Antes de su llegada, los discapacitados no estaban marginados solo por la sociedad, sino, lo que resulta más duro, por sus propias madres, pero ha conseguido que esto niños se conviertan en personas productivas y útiles para la sociedad que en la actualidad asumen trabajos como el reparto del agua por las wilallas.

“Lo que me costó que la gente piense que el niño deficiente no se puede marginar”, recuerda con nostalgia cuando hecha la vista atrás trece años y le viene a la mente todo el trabajo de concienciación que realizó en la periferia de Smara y con las ocho familias que eligió para poner en marcha el primer curso educativo de su centro. Únicamente logró autorización para llevar a dos niños al cubículo con una única sala que le prestaron en medio del campamento. ¡Y ahora son las propias familias las que le piden que eduque a sus pequeños y que haya un pequeño centro de educación e integración en cada uno de los cinco campamentos de refugiados saharauis!

El proyecto de Castro es una iniciativa personal para la que consiguió un acuerdo político del Estado, pero no financiación, de ahí que los grandes logros de Castro no serían posibles sin un gran tesón, mucho trabajo y una personalidad fuerte que nunca le permite que el ánimo decaiga. Esta gran capacidad de sacar lo mejor de cada persona se detecta ya en cuanto bajas del cuatro por cuatro y encuentras a dos metros con un hombre de mirada brillante que enseña todos los dientes y levanta el cartel: “La persona que no sabe sonreír, no sabe ser feliz. No pierdas nunca la sonrisa”, con la bandera de la RASD ondeando al fondo y el cartel “ocuparse del deficiente mental es un gesto humano" pintado sobre el adobe. Esta bienvenida al centro que dirige, y en el que ejerce como médico y educador, resume a la perfección el carácter de un soldado indomable que reconoce “no tener pelos en la lengua” cuando reclama un pago justo por las artesanías de sus alumnos y una aportación para comprar ochenta servicios de mesa para el comedor del colegio. En un recorrido por el pequeño oasis que ha logrado levantar en medio del desierto muestra satisfecho las distintas fases por las que pasó un centro que levantó en una sociedad en la que hasta hace poco, tener una discapacidad psíquica o física era poco menos que una maldición de Alá.

A base de esfuerzo, imaginación (explica, satisfecho, que “un caramelo es una actividad educativa, permite conocer los colores, desarrollar la psicomotricidad y poner en marcha varios sentidos”) y ayudas con origen de lo más variopinto (Ia biblioteca fue un regalo de boda de una pareja de profesores catalanes que trabajaron en el centro), Castro diseñó un programa en tres fases en el que, en cuatro o cinco años, un deficiente consigue demostrar que no se le puede marginar. La etapa experimental-educativa incide en las actividades cotidianas que una persona tiene que desarrollar para desenvolverse en la vida de forma autónoma, tales como atarse los cordones de los zapatos, aprender a comer o cuidar la higiene personal y la limpieza del centro.

Tras esta fase, los alumnos intentan llevar a la práctica lo aprendido, y tras una evaluación, se integran en el taller para el que pueda tener más cualidades: carpintería, jardinería o pintura. En estas clases realizan trabajos que luego venden y, al final del trimestre, cuando vuelven a casa para pasar diez días de vacaciones, se les entrega el dinero que han recaudado para que puedan ir al mercado y llevar comida a casa, demostrando a sus familias que no son una carga, que son productivos. Con estos gestos, ellos mismos se dan cuenta de que pueden ser autonomos, que no tienen que pedir limosna y pueden ofrecer mucho a un entramado social que ha logrado sobrevivir a un exilio de 33 años en el inhóspito desierto.

La escuela de Castro tiene poco más de 200 metros cuadrados, con un área de recreo que sirve de frontera para acceder a este reducto de la integración en medio del desierto. Un oasis que su fundador entrega desinteradamente al pueblo saharaui, el único en el que pensaba cuando la creó, pues “yo vi que, durante los treinta años que lleva en el desierto, se han hecho muchos logros, en medicina, en cultura, en educación, pero el deficiente estaba olvidado, y ya somos pocos como para tener a un colectivo marginado, por eso quise participar”. Con este anhelo como horizonte, este antiguo beduino (pastor nómada de cabras y camello que se mueve en una haima a lo largo de los kilómetros de arena) que entró en el Frente Polisario con 16 años, en 1974, dedicó todo su tiempo a formarse, a leer páginas y páginas de psicología, pedagogía, medicina... y a aprender idiomas para poner en pie esta experiencia pionera. “Una palabra, un día. Treinta días, treinta palabras”, esta es la forma en qué explica cómo logró expresarse con tanta soltura en español y hablar en palabras técnicas y especializadas.

Para hacer realidad su sueño, formó a las diez jóvenes voluntarias que trabajan con él en atención a personas con discapacidades psíquicas y sensoriales. El equipo visita a las familias de los niños cada tres meses para evaluarías y pone en marcha actividades innovadoras y capaces de asimilar en un centro construido en adobe dotado con recursos muy mediocres, pero que va creciendo a pasos agigantados.

En la actualidad, dispone de cuatro aulas, dos talleres, cocina, comedor, dos baños, dos duchas, un despacho, un dispensario médico y un patio central y el próximo 4 de octubre, cuando empiece el nuevo curso, inaugurará un aula de relajación para tratar patologías como la hiperactividad.Castro ha logrado demostrar que “en el desierto no crecen árboles ni plantas, pero florecen las personas”.
(Fotografía: Pelu Vidal)

sábado, 20 de septiembre de 2008

El muro de la vergüenza

"Vete de ahí. No estás en tú territorio”. A escasos ochenta metros del muro construido por los marroquíes a principios de los 80 para aislar el territorio saharaui tras la felonía española, el conflicto cobra otra dimensión. Embarek Lehsan, conocido como Raúl desde su etapa como estudiante en Cuba, clava la mirada en los soldados que empiezan a despuntar tras la barrera de arena a la altura de la base 25, ante la proximidad de un Toyota procedente de los territorios liberados. Tras la alambrada hay todo un operativo militar preparado para actuar, prueba de que la guerra aún no ha acabado.

A pesar de todo el drama que arrastra el conflicto, Embarek no se deja llevar por la frustración de ver su tierra ocupada y reacciona de forma casi juguetona al ver a los soldados instándole a que se aleje del muro, en la zona conocida como El Cuello, a 90 kilómetros de desierto del campamento de refugiados más cerano. “Estos ya están molestos, vamos a incordiar a otros”, sonríe, y añade: “Así gastan la plata en teléfono”. Al otro lado del muro, las tropas se movilizan ante la aproximación inusual de un vehículo civil.
Aunque a primera vista a penas se ve más que una larguísima duna precedida por una alambrada, en la retaguardia se levanta un conjunto consecutivo de distintos muros.

Cada cuatro o cinco kilómetros está desplegado una compañía militar, generalmente infantería y paracaidistas. Cada 15 kilómetros hay un radar para informar a baterías de artillería próximas y hacia el interior es territorio minado, alambrado con obstáculos como muros de arena o de piedras y zanjas antitanques. El ejército marroquí dispone de radares capaces de detectar, de día o de noche, la presencia de una persona hasta una distancia de unos 30 kilómetros y la de vehículos a 60.
Todo este potencial militar no es suficiente para doblegar la voluntad del pueblo saharaui, que, pancarta en mano, se manifiesta cada 27 de Febrero (conmemorando la proclamación de la República Democrática Saharaui) para recordar al rey marroquí: “Mohamed, capullo, el Sáhara no es tuyo”. Una fortaleza desconocida para sus opresores cuando pensaban que una semana seria suficiente para borrarlos del mapa. “Pero calcularon mal”, comentan a los periodistas que les acompañan, “llevamos 33 años de resistencia”. Precisamente por eso se levanto este “Muro de la Vergüenza”, construido sobre los cadáveres de aquellos que quisieron cruzarlos para recuperar su tierra. Así lo bautizo el cantante Mohamed Embarek en una canción compuesta desde Cuba en los años noventa.

Bendir Hadya, soldado en la reserva, recuerda con nostalgia las batallas en las que el Frente Polisario fue capaz de atravesar las líneas enemigas. Fueron tres incursiones al otro lado del muro que obligaron a los invasores a reforzar la seguridad, hasta el punto de que aun hoy siguen construyendo nuevas fosas antitanques y muros defensivos e incluso han entrenado perros para detectar a posibles infiltrados.

La franja que separa los campamentos de refugiados del muro, habitada esporádicamente por los beduinos, se ha convertido en una zona de alto riesgo. Restos de explosivos y metralla todavía sin explosionar y minas antipersona (algunas fuentes hablan de unas 100.000 unidades) hasta un kilómetro fuera de la valla causan todavía hoy muertes y mutilaciones. Especial preocupación despierta en el Frente Polisario los niños beduinos que desconocen la peligrosidad de los artefactos. Pero si hay algún punto caliente a lo largo de los más de 2.000 kilómetros de muro es la región de Tifariti, donde la causa saharaui ha movilizado a buena parte de sus fuerzas, por lo cual los marroquíes han aumentado el número de bases militares. Allí los asentamientos poblaciones empiezan a crecer. Los movimientos del Frente Polisario parecen indicar un cambio en su estrategia al intentar acercar los campamentos a la barrera, en una zona deshabitada y hasta ahora considerada de riesgo.

Este no es el primer Muro de la Vergüenza (cronológicamente es el tercero después de los de Berlín y México) y probablemente no será el último. La presencia de una barrera que divide en dos un mismo país busca minar la moral del enemigo al romper familias, aislar civiles en los que se genera un sentimiento de impotencia y vergonzante. Sin duda, en este caso, ha dejado una honda huella en la memoria colectiva del pueblo saharaui. De regreso a territorio argelino, la tensión se relaja tomando un te a la sombra de una acacia del desierto con el muro como telón de fondo, pero a Bendir y a Raúl todavía les “duele el corazón” cuando dirigen su mirada hacia la serpiente de arena.
(Fotografías: Pelu Vidal)

Una firma en el libro del Museo del Ejercito de Liberación

Miembros de la expedición de Agareso firmaron en el libro de visitas del Museo del Ejército de Liberación Nacional. Los cuatro reporteros conocieron un espacio que recoge y recorre parte de la historia del pueblo saharui.

Desde el pasado once de septiembre, los cuatro reporteros contribuyen a una objetiva aproximación sobre la realidad de un pueblo asentado en el desierto del Sáhara. Después de un amplio recorrido por los campamentos de refugiados, la hoja de ruta les condujo hasta las inmediaciones del muro que separa los territorios saharui y marroquí. Allí, recogieron testimonios en primera persona sobre un conflicto con más tres décadas de existencia que ha divido a un pueblo, obligado a construir una vida en el exilio provocada por la invasión marroquí. Esto obligó a decenas de miles de saharauis a huir desierto adentro hasta territorio argelino, donde levantaron, cerca de la ciudad de Tinduf, campos de refugiados en uno de los rincones del desierto más duro del planeta.

Posteriormente, fueron invitado al museo del Ejercito de Liberación que alberga algunos elementos utilizados en el conflicto bélico entre Marruecos y el Frente Polisario, sin olvidar la participación en el mismo de Mauritania, aunque finalmente optó por la paz y renunció a sus pretensiones de ocupar el territorio del Sáhara por el sur. En este recorrido histórico, concentrado en unos metros cuadrados, los Reporteros Galegos Solidarios tuvieron conocimiento de las claves históricas de un pueblo condenado a la resignación. Con su firma en el libro de visitas, han querido sellar el compromiso de seguir exponiendo la realidad de los saharuis con la precisión necesaria. Una rubrica con valor histórico para la corta trayectoria de AGARESO.

El objetivo del reportero gráfico Pelu Vidal retrata el bazoca vendido por España a Marruecos, y utilizado en la guerra contra el Pueblo Saharaui.

viernes, 19 de septiembre de 2008

Hospitales de puertas abiertas

Dicen que de donde no hay, no se puede sacar. No obstante, cuanto más se acerca uno a la realidad del pueblo saharaui tanto más pone en cuestión este supuesto dogma. Por lo que respecta a la asistencia sanitaria, la filosofía aquí es simple: “Resolvemos los problemas con lo que tenemos”. Y algo bien deben de hacer porque la esperanza media de vida supera los 70 años.
El centro de salud de Smara, bautizado con el nombre del primer mártir de la causa saharaui, Bachir Lehlaui, está limpio y ventilado y tiene capacidad para 20 ingresos. Es una estructura de una sola planta con un ancho y luminoso pasillo salpicado de consultas a ambos lados.

El camino ha sido largo pero en la actualidad es ya “casi el 90% de la población” la que acude a un médico profesional ante cualquier dolencia. Para ello, han sido necesarias muchas conferencias y charlas con las familias, acostumbradas a tratar los males con sus propios remedios. “Enseñamos a la gente que la cosa más linda es el hospital, con el suero, las ecografías…”. Quien habla es el subdirector del centro, un joven óptico formado en Cuba. Se muestra orgulloso del número creciente de pacientes que cada mañana llenan las consultas aunque ahora, con el Ramadán, es difícil ver alguno a partir de las doce, cuando el sol está en lo alto y la falta de líquido aumenta el riesgo de deshidratación.

Lo que sí se ve es a dos mujeres ingresadas, con su botella de suero inyectada, y compartiendo habitación. Las mantas coloridas y amorosas, típicas de las casas saharauis, no faltan aquí, como tampoco lo hace el té. Incluso dentro del centro de salud hay una sala dedicada este fin. Un cuarto vacío, de no ser por la alfombra de estilo árabe que cubre el suelo, permite a los familiares prepararlo. “En las habitaciones no está permitido por el carbón, pero luego sí se lo pueden llevar al enfermo”, señalan.

Medicina para todos

La farmacia es la primera de las estancias. Por un ventanuco que da al exterior asoma el rostro de una mujer cubierta por una melfa, el traje tradicional, con su receta en la mano. Los medicamentos se distribuyen aquí de forma gratuita, todos pueden ser atendidos por un médico y recibir, después, el tratamiento prescrito sin coste alguno. Una vez más, los saharauis dan una lección de savoir faire a los estados más ricos.

Medicamentos como Nolotil resultan especialmente necesarios, “sobre todo para las migrañas”, una de las afecciones más frecuentes en los campamentos. Otra, son los problemas en los ojos. En la consulta de oftalmología hay un taller donde se fabrican gafas, tan necesarias en esta parte del globo donde la miopía es uno de los peajes que se cobra el desierto, como las afecciones estomacales (diarrea y cólicos, sobre todo). No obstante, “aquí no hay SIDA, no existe”, insiste orgulloso el saharaui de acento cubano.

Los niños son los pacientes más numerosos, también “los más indefensos”, explican. De ahí que las consultas pediátricas superen a las demás a pesar de que el número de abortos es doliente debido, sobre todo, a los esfuerzos de las mujeres acostumbradas a cargar con mucho peso como pilares de una sociedad levantada gracias al arranque femenino.

El paritorio del Bachir Lehlaui apenas tiene instrumental y lo que hay se ve viejo pero bien cuidado. No falta un aparato de aire acondicionado que permite a las mujeres soportar mejor los dolores de un parto natural. Todo un lujo para una gente que no dispone casi de electricidad.
Durante las guardias –el hospital permanece abierto las 24 horas-, siempre están operativos dos ginecólogos, un pediatra, una enfermera médica y un doctor. Y en el caso de que sea necesaria una intervención quirúrgica, los enfermos son remitidos en ambulancia a Rabunni, donde sí existen quirófanos.

En todo caso, y ante cualquier emergencia, una emisora de radio posibilita la comunicación entre los dispensarios (hay uno por dayra) y el hospital de la wilaya, y poner en marcha un operativo sanitario con profesionales de vocación y con corazón.

(Fotografía: Pelu Vidal)

Las chicas de Angala

“¿En España venden pastillas para engordar?”. Por supuesto, ella no formuló la pregunta, pero está muy atenta a la respuesta. Rodeada de sus hermanas y primas mayores, Fatma Sahara quiere conocer detalles sobre la vida de las mujeres españolas y sus trucos de belleza, pero ella nunca es la que hace el interrogatorio, se mantiene en la sombra y escucha concentrada. ¿Qué ocultan los movimientos silenciosos y la mirada silenciosa de esta joven que en unos días dejará la daira de Angala, en la wilaya de El Aáiun, para encerrarse en un internado en Argelia, terminar sus estudios secundariosa y, si tiene posibilidad, prepararse para trabajar de profesora? A sus 19 años, es uno de los pilares de la familia de Jadidja, su hermana más callada y silenciosa frente al alboroto del que hacen gala el resto de las chicas cuando tienen intimidad, y también la hermana más preocupada por que su madre y su abuela tengan las menores complicaciones posibles.

Como la mayor parte de las chicas de Angala, está interesada en saber si hay cremas para tener la piel más blanca y si las mujeres de otros países pueden tomar algún medicamento para tener una constitución más fuerte y evitar el vientre plano y los huesos de las caderas y las costillas marcados; quiere saber si existe una forma de cambiar ese cuerpo por el que tantas europeas suspiran y pasan hambre para acercarse a su canon de belleza: piel blanca, curvas y pelo liso y brillante.

Al igual que muchas de su vecinas, espera con ansia participar en una fiesta, como esas que organizan periódicamente en medio del desierto, cuando el sol baja su intensidad y chicos y chicas se juntan para comer y disfrutar, y ser una de las más guapas de la reunión. Eso sí, siempre pegada a la melfa que cubre su cuerpo y desdibuja su figura. Como otras chicas de su generación, no quiere tener un cuerpo que, bajo esta vestimenta tradicional, aparenta el de una niña de catorce años y da gran importancia a cada detalle de su apariencia. Aunque nadie pueda verlo, luce ropa interior de encaje y peina con delicadeza su pelo siempre resguardado de miradas ajenas. Estos detalles de la vida de Fatma solo salen a la luz cuando cierra las ventanas y la puerta de su casa y empiezan las confidencias con sus hermanas y primas. Con los cascos del MP4 en los oídos, retiran sus melfas, mueven con suavidad su cuerpo al ritmo de una canción de salsa, se peinan y maquillan; y llega el momento de reconocer muchas aspiraciones que no podrá cumplir por las limitaciones que le imponen unas costumbres que hacen que, al pie de la veintena, no pueda salir sola de su barrio, el número tres de Angala, porque se pierde entre las jaimas.

Conociendo estos obstáculos, Fatma, una mujer con un rostro del que emana el perfume del encanto, no saca a la luz sus anhelos fuera de esta intimidad. Una sonrisa cálida y el silencio por bandera son la máscara bajo la que oculta sus anhelos. La extrema atención que presta a las melodías del móvil o a los toques que le dan sus conocidos son un entretenimiento que le permite parecer lo suficientemente ausente para pasar desapercibida, pero no demasiado ocupada como para no enterarse, con esa expresión que anhela conocimiento, de todo aquello que no se atreve a preguntar.

Detrás de sus melfas, en la intimidad, Fatma y el resto de las chicas de Angala, a pesar de sus valores y convicciones, se entregan a las frivolidades del aspecto físico o la estética. Ambos aspectos no son incompatibles. Reconocer que le gusta gustar no implica que se olvide del profundo respeto a las tradiciones de su pueblo. Tan sólo es una muestra más de las contracciones que se adueñan de su mente cuando ve lógico dar un paso que en España tanto costó reconocer como positivo como el divorcio de un marido que te da una mala vida al tiempo que le hacen expresar que que no entiende cómo las mujeres europeas se sienten cómodas teniendo un hijo fuera del matrimonio.

Las chicas de Angala no se diferencian tanto como podría parecer de las españolas. También ellas son capaces de dar rienda suelta a sus risas cuando en pleno día disfrutan pintando con gena las manos de las mujeres de la familia y al caer la noche bromea con los amigos que le hacen una visita y preparan el té mientras charlan animadamente.

(Fotografia: Pelu Vidal)

jueves, 18 de septiembre de 2008

Campesinos del desierto

En un lugar donde apenas se puede ver algo más que arena, descubrir una huerta es, cuando menos, sorprendente. Más aún si el sistema de trabajo establecido deja atrás el famoso concepto de paridad y lleva al extremo la esencia del comunismo.

El viejo guardia que la custodia desde hace casi 30 años (en concreto, desde 1979), cuando empezó a funcionar, explica que aquí se dan calabazas, cebollas, zanahorias, melones y sandías, en un intento de autarquía que permite que “a nadie le falte un plato de comida”. La cosecha se reparte de forma gratuita entre la población y, en contra de lo que pudiera parecer, en ocasiones es tan abundante –“muchos kilos, muchísimos”, dice- que las hortalizas sobrantes se destinan a otras wilayas y hospitales.

Son 30 los trabajadores de la tierra, 15 hombres y 15 mujeres, que llegado el momento de la cosecha reciben la ayuda, además, del jefe de la wilaya y su familia. El día a día lleva a los campesinos del desierto a enfrentarse a las horas más calurosas del día, entre las cuatro y las seis por la tarde y de ocho a doce por la mañana. Quizás por eso, igual que sucede en otras partes del mundo, el momento de la recogida se convierte en una fiesta animada por un grupo musical que pone ritmo a la victoria del hombre sobre la naturaleza porque es más que difícil imaginar cómo se puede cultivar una sandía en arena del desierto.

Son 4 hectáreas de terreno rodeadas por hileras de cañaverales que impiden el paso de la arena y el viento y sirven, además, para separar los distintos cultivos en los que los excrementos de ave son los abonos más utilizados. Camiones cargados con ellos se desplazan semanalmente desde una granja de pollos cercana siguiendo así esa política de reciclaje que gracias a la ayuda internacional y al carácter saharaui permite disfrutar de unos campamentos limpios en los que la falta de recursos no va pareja, en ningún caso, a la carencia de higiene.

Como bien preciadísimo que aquí es el agua, cada gota cuenta. Largos tubos para el regadío asoman sobre la tierra a lo largo de las plantaciones desde un pozo situado al otro lado de la parcela, dando de beber mediante goteo, a los pequeños brotes de la nueva cosecha sementada hace apenas mes y medio.

“Se puede cultivar cualquier tipo de cosa, la huerta es muy buena”, dice el guardia. Como un vergel en medio de la nada, este espacio verde parece hacer más respirable la vida en la árida superficie desértica.

Un biorritmo que rezuma tranquilidad

Las agujas del reloj giran más despacio en el Sáhara. La paz y la tranquilidad que emanan del rostro de sus gentes transmiten una serenidad olvidada desde hace tanto tiempo a causa de una rutina diaria cargada de estrés que adquiere incluso más intensidad. El cambio de biorritmo de la vida cotidiana ayuda a pensar, a superar la apatía vital y a valorar en su justa medida la importancia de cada uno de los apartados que componen tu realidad. Familia, amigos, trabajo y posesiones materiales adquieren un nuevo significado cuando vives bajo la mirada constante de un sol que no perdona y recibes todo a cambio de nada de personas que dependen de la ayuda humanitaria para cuidar de los tuyos. Los refugiados saharauis tienen más tiempo para pensar, ponen sobre la balanza los pros y los contras de cada nuevo acontecimiento, analizan minuciosamente todo lo que pasa a su alrededor. Esta concentración que únicamente es posible cuando no gastas ni un minuto en pensar en cosas que no valen la pena es la que hace que sus valores sean más profundos, que sean consecuentes con cada uno de ellos y que lleven hasta el final sus anhelos y sus sentimientos. Los habitantes de las wilayas construidas en un mar de arena saben que no son nada sin su familia y no tienen miedo en demostrarlo. Expresan cada pensamiento, cada sensación y no dudan en dar un tierno beso o un cálido abrazo a su padre, su hermano o su amigo cada vez que recuerdan cuánto les quieren y todo lo que suponen en su vida.

Su rutina está marcada por una climatología que no perdona y que les obliga a organizar su día a día con un ritmo diferente. Las casas cobran vida muy temprano, cuando el sol todavía no se ha puesto en medio del cielo, a una hora que les permite disfrutar de un amanecer cargado de contrastes y aprovechar los únicos momentos frescos del día para realizar unas tareas repetitivas, pero nunca aburridas. Aquellos que trabajan fuera de casa se pierden entre las taimas y la aridez del desierto mientras todavía pueden caminar al aire libre y los que se quedan en casa apuran las primeras horas de claridad para dar de comer a las cabras, sacar agua de los pozos o recoger las mantas ordenadamente colocadas sobre la arena la noche anterior para soñar bajo un manto de estrellas. Los niños ponen rumbo a un colegio que les da libertad para no asistir cuando tienen otras ocupaciones pero al que intentan no faltar para no perder la sabiduría que pueden transmitirles sus maestros y sus compañeros (ellos lo tienes claro, un individuo aprende de cada persona que se cruza en tu camino). Los responsables del reparto de alimentos no pierden el tiempo y hacen llegar a cada familia su ración para que puedan organizar las comidas antes de que el sol tome el mando del nuevo día.

Cuando el astro rey se hace con el dominio de su jornada, el ritmo va descendiendo y, hacia el mediodía, ya son pocas las caras que se ven entre las siluetas de las construcciones de tela o adobe; a medida que avance el día irán siendo menos. El ritual de la preparación del té se repite en todos los hogares y centros de trabajo, en donde todos comparten lo que es de todos, y de ninguno a la vez, pues no están en su tierra, viven en un terreno prestado que no pueden considerar propio porque el suyo está ocupado detrás de un muro. Y después de la comida llega el momento de descansar. El calor impide a los habitantes de la arena salir al laberinto de calles desordenadas y durante las horas centrales del día el silencio y las elevadas climatologías que les rodean los empujan a dormitar, reflexionar y compartir charlas y confidencias con su familia. La individualidad no tiene sentido en un pueblo en el que padres, hijos, primos y abuelos duermen bajo el mismo techo, codo con codo y corazón con corazón, y los valores familiares se vuelven más importantes que cualquier posesión material.

Tan sólo cuando el sol empieza su descenso detrás de un terreno árido (las piedras se apoderan de la arena y el viento se lleva las dunas, dejando un paisaje uniforme e inhóspito) vuelve la vida a las wilayas. Los niños ya descansaron, regresaron al colegio y terminaron de nuevo la formación académica del día, aunque seguirán aprendiendo, siempre hay una nueva reflexión y un nuevo conocimiento que llega a sus oídos haciendo que maduren y tomen conciencia de su vida y su realidad de exiliados a edades que podrían parecer demasiado tempranas. Las calles se llenan de siluetas, de pequeños que juguetean y se entretienen siempre en compañía, de jóvenes que juegan al fútbol o el volleybol descalzos sobre un campo de piedras, de hombres que descansan a la sombra de una jaima y mujeres que les acompañan en el enésimo té del día (su ceremonia es un entretenimiento, no un ritual sin significado, sino una tradición meticulosa que se trasmite de padres a hijos y ayuda a no pensar en que las agujas del reloj se mueven despacio), pero siempre pendientes del cuidado de la casa y los hijos, y de que todos tengan lo que necesitan, de que la fiebre no tumbe a su vecino sobre una alfombra o el de más allá no pase ninguna calamidad.

Es la hora de las relaciones sociales, la hora de hacer las visitas de rigor, la hora de dar un paseo y disfrutar de la tranquilidad que les da sentirse en paz consigo mismos y con los demás. Saben que tienen que aprovechar al máximo el momento del día en el que su exilio de arena se vuelve un lugar más agradecido para vivir. Y lo hacen. Apuran las horas para cultivar sus valores, para compartir todo lo que pasa su mente con los suyos, para dar su cariño a las personas que son importantes en su vida y para todas las actividades y los placeres de los que el sol les privó durante las horas previos. Cuando el cansancio empieza a apoderarse de sus pestañas, disfrutan de una nueva tranquilidad y disfrutan de una noche cálida y serena bajo un manto de estrellas, más tupido cuando la luna va decreciendo y perdiendo su brillo.

Durante el Ramadán estos biorritmos están todavía más marcados. Este año el octavo mes lunar ha caído en septiembre y los adultos, ya sean hombres o mujeres practican la abstinencia total de todo aquello que rompe el ayuno (bien sea comida o bebida, fumar o relaciones sexuales) desde el alba hasta la puesta del sol, incrementan la lectura del Corán y rezan con mayor frecuencia en cada esquina. El ayuno es una escuela de disciplina y doctrina, tanto espirituales como morales, pero pueden ignorarlo las mujeres que están embarazadas o tienen la menstruación y aquellas personas a quienes su salud o integridad física no les permitan un mes de depuración.
Con el Ramadán los saharauis se levantan todavía más temprano para su última comida antes del amanecer y pasan el día ahorrando energía para orar y limpiar su mente durante quince horas, hasta que el sol se vaya de nuevo de sus vidas. Cuando cae la noche, ya reconfortados por el rezo y el alimento, vuelven a permitirse derrochar energía vital y recuperan los momentos compartidos.

El tiempo en el Sáhara pasa a un ritmo diferente y les permite profundizar en sus valores. El reloj da a sus habitantes momentos para pensar, reflexionar y ser felices; y todavía les deja la oportunidad de hacer gala de su bondad y les convierte en un pueblo que desprende un perfume a hospitalidad por todos sus poros, aún cuando la historia ha sido hostil con ellos y muy pocas personas les dan algo a cambio de nada. Dependen de la limosna de un plato de arroz para sobrevivir y no les importa privarse de ellos para hacer su casa más acogedora al que llega de fuera, entregar su serenidad y compartir la profundidad de sus miradas con gentes que surgen detrás del polvo del desierto y nunca podrán agradecer lo suficiente el fuerte abrazo que les arropa y les hace recuperar la perspectiva de las cosas que realmente son importantes y vale la pena cuidar.
(Fotografía: Pelu Vidal)